Mi abuelo era un hombre severo y trabajador. Su empleo de interventor en un banco le permitía mantener a su familia (su mujer y su hija) sin lujos pero tampoco sin apuros. Le gustaba comer y beber bien, viajar y la electrónica de válvulas. Era de la “cofradía del puño cerrado”. En la economía familiar medía el gasto hasta el céntimo. Pero cuando salía a comer o de vacaciones, el dinero estaba para disfrutarlo (sin volverse loco).

Mi abuelo padecía del corazón. Tuvo varios infartos y amagos, y en el penúltimo ya le advirtió el médico: “en el próximo, te quedas”. No pudieron ser palabras más proféticas. Un sábado de octubre, con 69 años, un infarto le privó de disfrutar de esa jubilación que tanto se había ganado.

Mi madre era una mujer dinámica, independiente y trabajadora. En su época, era habitual que las mujeres, cuando se casaban, dejaban de trabajar para cuidar a los hijos. No fue su caso. Ella siguió trabajando, en ocasiones más de la cuenta, hasta su jubilación. También le gustaba viajar, como a mi abuelo, y salir a tomar algo con mi padre y sus hijos, y disfrutar de las vacaciones “de verdad”.

Mi madre fumaba como un carretero. Hace años, la salud le dio un susto gordo. Ni aun así lo dejó. Terminó padeciendo una enfermedad pulmonar crónica y degenerativa que acabó con ella un viernes. Tenía 72 años. En su caso, apenas pudo disfrutar de su jubilación, ya que la enfermedad la tenía bastante limitada para entonces. Al menos limitada para lo que a ella le gustaba: salir a pasear, a tomar algo y visitar sitios. Los últimos tiempos la tenían hastiada de no poder moverse y valerse por sí misma. Ni siquiera le apetecía ya leer, otra de sus pasiones.

Abuelo, hijo y madre, en la playa, hace ya demasiados años Abuelo, hijo y madre, en la playa, hace ya demasiados años

Aunque, visto el panorama, no sé si llegaré a jubilarme algún día, desde que falleció mi abuelo he tenido la intención de tratar de evitar lo que le ocurrió a él. Tras el fallecimiento de mi madre, eso se ha convertido en una obsesión. Cierto es que, cuando tenía veinte años, quizás no me cuidaba lo suficiente y cometía excesos (no sólo de ocio, sino también trabajando). A esa edad te ves en plenitud física y piensas que vas a seguir así mucho tiempo y nunca te va a pasar nada. Con casi cincuenta, sigo vistiendo camisetas, sudaderas, vaqueros y deportivas, pero el cuerpo ya no es el mismo.

Solo el tiempo dirá si consigo librarme de la maldición. Ojalá que sí, por mí que no quede. Aunque la mejor forma de hacerlo es no esperar al futuro para hacer las cosas que le llenan a uno. Nunca se sabe lo que nos deparará el mañana.